En Adictos a la Escritura nos depedimos de nuestros lectores hasta septiembre. Nos vamos de vacaciones y para conmemorar la entrada del verano hemos organizado un especial muy calentito. La temática de los relatos de este mes es EL CALOR en todas sus vertientes. Mi aporte os lo dejo más abajo, es un relato postapocalíptico titulado El canto de las dunas. Todavía he de retocarlo un poco pero como se me echó el plazo encima quedó tal que así. Espero que os guste y os acalore al menos un poquito. La ilsutración y diseño de la portada también son míos ;P
Si queréis leer el resto de relatos pasad por el BLOG de Adictos, a lo largo del día de hoy se irán añadiendo los relatos publicados.
Tengo el cerebro frito. Acabo de ver a mi madre que me llamaba con la mano, quizás porque la comida estaba lista, pero es imposible que fuese ella. La mujer que he dejado atrás en lo alto de una duna murió hace varios años por la Plaga Roja, asfixiada y esputando la caliza que había tragado durante décadas en la mina de hierro. Al poco la ilusión se derritió como un holograma y seguí adelante con los pies a rastras, horadando surcos delatores en la arena. Ya iban tres: mi madre, el primo Otto con la cabeza abierta tras el accidente y Bigotes, el gato esquelético que encontré en el Llano y no conseguí esconder más de dos días. Al final terminó en la olla pese a no tener más carne que una lagartija disecada. Sabía que eran alucinaciones, espejismos malintencionados de aquel desierto baldío, pero habría dado cualquier cosa porque fuesen reales y tener un poco de compañía tras un mes de angustiosa soledad.
Hacía seis días que se había acabado la gasolina. Los litros con los que me pertreché no dieron más de sí y las garrafas acabaron tan secas como mi garganta, por lo que abandoné el vehículo para seguir a pie. Lo eché de menos hasta que se terminó el agua y tuve problemas más importantes en los que pensar. De eso hacía dos días. Todavía no había encontrado líquido que llevarme a la boca y a esas alturas tenía los labios tan cortantes como desfiladeros, la piel arrugada como un pellejo secado al sol y el cerebro tan recalentado como los posos de una sopa. Si no encontraba agua en las próximas horas, moriría.
Intentar cruzar el desierto en aquellas condiciones era una locura. Había salido tan aprisa que ni siquiera había tenido tiempo de aprovisionarme. Tuve que elegir entre una muerte segura o una muerte probable en apenas unos segundos. La segunda opción me pareció más justa, por eso ahora vagaba entre dunas, perdida en la vasta inmensidad de aquel territorio yermo. Esas tierras llevaban siglos muertas, abrasadas por un sol vengativo que pretendía carbonizar los pecados de los hombres y con ellos al resto de criaturas que alguna vez las habitaron. Todavía quedaban vestigios de tiempos mejores, cuando el agua corría entre árboles y el verde predominaba sobre la ceniza, resumidos a lechos pedregosos y cáscaras enraizadas en la arena que despuntaban sus ramas secas al cielo, a la espera de que cayese un poco de agua.
Agua. Habría dado mi alma por una sola gota. El aire caliente era tan denso que tenía personalidad propia. Lo imaginaba como un ente maligno, ardiente, cuya presencia tórrida era capaz de atravesar mi chilaba y el turbante con el que me protegía la cara. Poco ayudaba la tela sucia, amarilleada por el polvo, pues garras de fuego tostaban mi piel como si fuera un trozo de carne sobre brasas. El suelo que pisaba, recalentado durante siglos, era una parrilla gigantesca que enterraba mis pies llenos de ampollas a cada paso que daba.
Arena, dunas y espejismos era lo único que me rodeaba, una tumba gigantesca.
Mi ánimo y mi confianza empezaban a flaquear. El mito que perseguía se derretía junto con mis esperanzas. Los mares se habían secado hacía mucho tiempo pero algunos decían que en cierto lugar, hacia el este, el horizonte se despeña en un acantilado cuyos pies se sumergían en agua. Quizás fuese solo un mito, leyendas de soñadores que anhelaban un mundo verde que nunca habían conocido, ni conocerán jamás. Ese sueño, esa leyenda, era mi única esperanza de sobrevivir pues en mi mundo amar al hombre equivocado era el peor de los delitos. Delito que yo había cometido.
Miré atrás con la mano sobre los ojos. Seguir mi rastro habría sido fácil hasta para un bebé. Ni el viento se atrevía a cruzar el páramo candente por lo que los surcos que había dejado permanecerían impresos en la arena durante décadas. Al menos no divisé amenaza alguna, más que el espejismo que distorsionaba el paisaje y mi cerebro reseco confundía con algún oasis. Lo cierto es que el horizonte hervía como una balsa de aceite en la que me cocía poco a poco.
Pese a que aún no me había dado alcance, mi perseguidor jamás se rendiría. Ni la crueldad del desierto achantaría a Sibuya, pues su sed de venganza era más fuerte que la amenaza de morir resecado. Le había puesto en ridículo y evadido mi sentencia, la cual se conocía de antemano ya que la Ley sin Juicio siempre fallaba en pena de muerte. Tal vez lo mereciera por haber deshonrado a mi familia, que tanto había sacrificado por darme un status mejor, pero no por amar al hombre equivocado.
Siempre fui de familia humilde, aunque mis padres consiguieron ahorrar lo suficiente para financiarme una buena dote y conseguir un buen acuerdo matrimonial. Lo que nadie esperaba era que Sibuya, el jefe del clan de los Tádritas, se encaprichase de una joven sin linaje como yo. Me convertí en una de sus muchas esposas y a pesar del rechazo que sentía en mi fuero interno acepté mi nuevo rango sin remilgos. Era mucha la diferencia de edad, yo no era más que una muchacha y él vivía su sexagésima década. Aun así lo respeté y honré durante varios años, hasta que Joran relevó al capitán de la guardia tras combate singular. Era un guerrero joven y ambicioso, con una gran reputación, decenas de victorias a sus espaldas y experiencia en el campo de batalla. También fue mi perdición.
Al principio fueron las miradas furtivas, luego algún que otro roce casual que con el tiempo se convirtieron en caricias. Poco después caí rendida en sus brazos y le entregué mi cuerpo y mi corazón. Siempre en secreto, la pasión nos templaba el alma con su incandescente ardor, tan poderoso e intenso como el fuego letal del desierto que nos rodeaba. Solo que en lugar de abrasarnos hasta consumirnos, avivaba las llamas de nuestras grises vidas.
Joran murió en mis brazos, desangrado y ultrajado. La deshonrosa muerte condenaba a su alma a vagar por el Purgatorio, jamás alcanzaría la Esfera Suprema ni se reuniría con los Padres Celestiales que nos observaban desde allí arriba. Mi penitencia no sería menos. Aparte de haber perdido a mi amor, el desierto, con su eterna sed, acabaría por beberse hasta la última gota de mi cuerpo marchito.
El dolor se hizo insoportable, las garras invisibles de fuego habían traspasado mi piel y alcanzado mis huesos, creí que se calcinarían. Me rendí. Enterré las rodillas en la arena y posé las manos para no darme de bruces, pero las retiré enseguida soltando un alarido. La arena quemaba tanto como las brasas de un horno y me había achicharrado las palmas. Temblorosa, las alcé en carne viva al tiempo que escuché a las dunas cantar. Un coro que anunciaba mi muerte. Siempre creí que el canto de las dunas era una simple alegoría, un mito ideado para que los guerreros no se sintieran desamparados cuando los herían en batalla. En el desierto, según decían, si tu muerte estaba próxima escuchabas tras las dunas el canto de las Adunitas, espíritus de arena cuya misión era conducir las almas perdidas hasta la Esfera Suprema.
Pero yo no era un guerrero, ni tenía honor, según las leyes de mi clan. Sin embargo las Adunitas, quizás por compasión o conmovidas por mi profundo amor por Joran, habían decidido indultarme y concederme la salvación eterna. Si era cierto debía llegar a ellas antes de desfallecer. Así pues, me puse en pie y con paso renqueante coroné la duna más próxima. Esperaba encontrarlas allí, sin embargo, tras la duna, lo único que me esperaba era una boca de piedra de la que surgían lamentos, flanqueada por un muro que delimitaba el desierto como una frontera. Quizás las Adunitas me esperaban dentro de la cueva, o tal vez es que había muerto y me encontraba a las puertas de la propia Esfera Suprema. De cualquier modo, mi única opción era seguir adelante.
El agujero no cesaba su lamento. Surgía de él un hálito tan caliente y húmedo como el aliento abrasador de un dragón. El tacto caliente de la roca apaciguó mi imaginación; era un simple agujero y no las fauces de un monstruo mitológico. Esa realidad me infundió valor para adentrarme. Caminé encorvada y con los ojos abiertos, pese a estar a oscuras. Parecía profundo pero a juzgar por las corrientes de aire, cada vez más intensas, la salida debía estar cerca.
Se escuchó un rugido y paré en seco. Lejano, continuado, como si arrastrasen un saco repleto de guijarros. Durante un momento solo escuché el gemido del aire, mas no tuve que esperar demasiado cuando de nuevo escuché el extraño bramido. Me quedé muy quieta e intenté averiguar desde dónde me acechaba la criatura. Estaba lejos pero si captaba mi olor vendría por mí. Agazapada en la oscuridad, en completo silencio, reparé en que la cadencia del rugido era siempre la misma hasta tornarse monótona. O la criatura estaba roncando o me había equivocado al suponer que se trataba de un monstruo. Quizás fuera el motor de una máquina.
Eché a andar de nuevo y a los pocos metros divisé un punto luminoso, como una pequeña llamita en mitad de una habitación oscura. Hasta ahora la garganta rocosa me protegía del calor pero estaba ansiosa por salir y ver qué me esperaba al otro lado. Poco más adelante el aire se espesaba en una mezcla de olores desconocidos: cálidos, húmedos y terrosos.
El sol infernal de fuera me cegó en cuanto salí. Volvió a envolverme con sus tentáculos de fuego y el bochorno abrasó el alivio que había sentido en el túnel. Pero había más, algo había cambiado. El calor era el mismo, sin embargo el paisaje se había transformado en un abismo que embalsaba el horizonte. Las dunas habían desaparecido y en su lugar una masa plana, marrón y oscilante se contoneaba como un cuenco lleno de gusanos. Tardé en comprender lo que era; nunca antes había visto el mar y siempre pensé que sería azul, por eso tardé en darme cuenta de que se trataba de una enorme masa de agua. A ese lado del muro la humedad se mezclaba con el intenso calor y costaba respirar. Al poco de estar sobre el acantilado, la chilaba se pegó a mi cuerpo como una segunda piel. Estaba sedienta, cansada, achicharrada y a punto de desfallecer pero me sentí feliz por haber alcanzado mi destino. Resultaba irónico estar a punto de morir de sed y no poder bajar hasta la orilla, mas tal cantidad de agua debía salir de alguna parte. Quizás mi salvación estuviera a un par de pasos.
Escuché un chasquido a mi espalda y la ilusión que había reavivado mi energía se disipó. Qué ilusa había sido. Con la emoción de haber encontrado semejante milagro me había olvidado de quién me perseguía.
Alcé las manos sin que lo pidiera.
—Te encontré… —silbó Sibuya. Tenía la voz ronca tras haber pasado un mes en el desierto tragando arena y polvo.
Respiré hondo la amalgama de olores antes de girarme.
Entonces vi mi reflejo en los ojos de la Muerte. Me enfrenté a ella sin miedo, sin vergüenza ni contrición. Estaba dispuesta a aceptar mi destino pero jamás daría la satisfacción a Sibuya de humillarme. El castigo que pretendía imponerme era desmesurado pues, después de todo, ¿qué delito había en amar a alguien?
Corrí hasta el borde del acantilado y salté al vacío. Abrí los brazos, ansiosa por recibir la bendición del mar.
Me ha encantado, aunque el final para mí ha sido inesperado. Le costará a Sibuya volver, el desierto no perdona a nadie.
ResponderEliminarPues sí, tampoco me esperaba ese final. Muy bueno, angustioso en muchos momentos. Me gusta!
ResponderEliminarBesotes!!!
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe gusta como describes las cosas y haces juegos de palabras que me distraen. El final es maravillo y rotundo, con una sola frase lo cierras maravillosamente y ademas sin dar pistas, asi de golpe. Me ha gustado. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios. Me alegra mucho que os haya gustado :)
ResponderEliminarWoow que buena manera de escribir, se siente muy equilibrado la descripción y los mismos actos.
ResponderEliminarEl final, me uno a los demás, porque que inesperado fue n.n
Besos!
Este no lo conocía!
ResponderEliminarNo pinta mal...
Besotes
Me gusto mucho, dan ganas de conocer más sobre esa persona ala que ama...:-)
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