Mi aporte es un relato titulado Fantasía en un hotel. Lo romántico, o erótico como es el caso de este relato, no es lo que acostumbro a escribir así que me van a tener que perdonar los posibles fallos. Hay alguna escena subidita de tono así que es una lectura para mayores de 18 años. Quedáis avisados.
Fantasía en un hotel
Si hay algo que no soporto es la soledad, ese ácido capaz de corroerte hasta los huesos si no pones remedio a tiempo. Ahora estoy solo, el vacío que me rodea devora mi propia respiración y el silencio retumba entre las cuatro paredes de mi improvisada prisión. Soy un preso voluntario pero la espera se está alargando más de lo que esperaba y a estas alturas empieza a quemarme la impaciencia y las cuerdas que atan mis muñecas a la espalda de la silla. Quizás no lleve tanto tiempo atado, quizás la ansiedad que me presiona el pecho sea por la venda que cubre mis ojos y me sumerge en la más absoluta oscuridad.
Condenado en mi aislamiento, escucho unos pasos recorrer el pasillo de fuera, al otro lado de la puerta. El corazón se me acelera. Cuando pasan de largo la decepción se posa de nuevo sobre mis hombros y consigue abatirme como si no fuese más que un muñeco hinchable que se desinfla con un suspiro.
Durante un instante contengo la respiración, cansado de esperar, pero al escuchar el repiqueteo de unos tacones inspiro una nueva bocanada. Se detiene frente a la puerta, la cerradura cruje y percibo el aroma de su perfume al colarse el aire.
Ha vuelto a por mí.
Cuando garabateó su teléfono en mi servilleta, aquel día de noviembre, pensé que se trataba de una broma urdida por algún alumno. El pensamiento del hombre siempre me apasionó y me llevó a dedicarme en cuerpo y alma al estudio filosófico. Mis años de estudiante los pasé sumergido entre páginas. La lógica, el nihilismo, el existencialismo y el positivismo se convirtieron en mi entretenimiento mientras que Karl Marx, Aristóteles y Rudolf Carnap fueron mis únicos amigos. Conseguí doctorarme y más tarde metí cabeza como profesor adjunto en el Departamento de Lógica y Filosofía de la Universidad. Pese a llevar algo más de cinco años impartiendo clases, mis narices seguían enfrascadas entre textos y pocas veces se alzaban a respirar con libertad.
Hasta aquel día de noviembre.
Me encontraba en la cafetería, a solas con un libro y un café, cuando la vi por primera vez. Sus tacones destilaban confianza, las hondas de su cabello libertinaje y sus curvas sensualidad. Había algo extraño en ella, quizás fuera el brío de sus ademanes o quizás la elegancia que había en la curva de su nariz. Fuera lo que fuese, me hipnotizó por completo.
Ella se percató, sonrió con labios taimados y me sostuvo la mirada hasta que reaccioné y bajé la cabeza, azorado. El corazón se me puso a mil. Estaba tan avergonzado que me sentí ridículo. No había hecho nada malo, solo mirarla, pero de repente me sentía envilecido por haber posado mis ojos indignos sobre tan maravillosa criatura.
Con un patético intento por desaparecer agarré el libro para taparme la cara, pero me temblaban tanto las manos que se me resbaló y casi tiró el café. Tuve que volver a recogerlo de la mesa cuando una mano fina, parecida al alabastro, cogió la servilleta que había junto a la taza. Escribió algo sobre ella y sin más desapareció.
Ni me atreví a leer lo que había escrito, y mucho menos a girarme por si volvía a toparme con su mirada.
Al rato, cuando conseguí respirar con normalidad y mi corazón se tranquilizó, tomé la servilleta. En ella había escrito un número de móvil y debajo: “Las emociones que puedo mostrarte no la encontrarás en ningún libro”.
Me costó días decidirme y reunir valor suficiente para llamar. Pensé que sería un número falso porque qué podría querer una mujer así de un fantoche como yo. Sin embargo al tercer tono respondió una voz dulce y melodiosa. Como lo único que fui capaz de articular fueron algunos balbuceos incoherentes, ella fijo lugar y hora para que la llevase a cenar. Después de la primera cita todo sucedió muy rápido. Antes de que me diese cuenta mi vida cambió porque me rendí a sus encantos, sus órdenes y su látigo.
Es por eso por lo que estoy amordazado, y pese a todo ansioso por lo que pueda pasar esta noche. Caballos desbocados recorre mis sienes, mis muñecas y mis oídos. Sé que hay alguien más en la habitación pero como no habla me asalta la duda de si será ella. Bien podría ser una de las camareras del hotel, aunque de serlo habría gritado al verme desnudo y atado a una silla.
¿Y si no es ella? ¿Y si es una de sus amigas? Quizás otro amo…
Unos pasos livianos, más ligeros que la brisa, se posan frente a mí. Ahora estoy seguro de que es ella, mi Diosa, pues soy capaz de reconocerla hasta privado de mis sentidos. Su aura me atrae cual canto de sirena y el lazo que me une a ella es tan poderoso que se aferra a mis entrañas con una fuerza sobrehumana. Casi no hace ruido, no habla, empiezo a temer que esté enfadada conmigo. Quizás su silencio sea mi castigo.
La incertidumbre puede conmigo y dejo escapar unas sílabas, no más, porque enseguida me hace callar. Me arrepiento enseguida de haber intentado hablar sin su permiso porque de estar enfadada quizás lo haya empeorado. Puede que se vaya otra vez, que vuelva a abandonarme. Eso no lo soportaría porque la necesito cerca.
Temo que de un momento a otro descargue su ira sin embargo, por el contrario, sus labios se posan en mi hombro con tanto cariño que me hace temblar. Aprieto los puños con fuerza, es la única forma que tengo de controlar los temblores que me recorren cuando sus besos empiezan a trepar por la curvatura de mi cuello. Allí se detiene y clava los dientes como lo haría un vampiro. La sensación dura un segundo, un instante tan intenso que una corriente eléctrica se extiende hasta la punta de mis dedos. Todavía noto el cosquilleo cuando me agarra del pelo, esta vez dejando de lado cualquier delicadeza. Su aliento me acaricia el cuello cuando susurra:
—Eres mío...
Al soltarme se aleja y me siento desamparado, desesperado porque vuelva a tocarme. Da igual de qué forma lo haga pues la necesito con urgencia; por eso suspiro cuando empieza a desatarme. Me ordena que me levante y apoye las palmas en la pared, como un preso al que fueran a cachear. Ruego porque así sea pero mi deseo es demasiado pretencioso y me castiga con un golpe que me pilla por sorpresa. Ni siquiera sé con qué me azotó las nalgas, solo sé que fue tan rudo que se me escapó un gemido. Temo que los vecinos de la otra habitación lo hayan escuchado y nos interrumpan.
El siguiente azote ya lo espero, consigo mantener a raya mis quejas. Está utilizando algo fino y flexible cuyos lametones son tan ardientes como los de un dragón. El tercero es el último, lo adivino porque tras asestarlo me acaricia la piel para consolarme. El gesto me asciende al delirio así que le doy las gracias por ello.
En un arranque de valentía me atrevo a pedir que me quite la venda. Necesito verla, contemplar a mi dulce musa y recrearme en el fuego de su mirada. No me lo permite, agarra mis manos para que no me la arranque. Como compensación, o más bien porque ella lo desea, me guía hasta la cama. Agonizo solo con pensar que me permita abrazarla, sería más de lo que merezco. Para mi sorpresa se sienta a horcajadas sobre mis caderas, sin trabas ni barreras que censuren la seda de sus muslos. Ni siquiera me doy cuenta de que contengo el aire y ahora, después de unos segundos, por fin exhalo el aliento que retenía. Aun así no me atrevo a tocarla, pese a ser lo que más ansío. Todo mi cuerpo está en tensión y quizás porque ella lo notó, agarra mis manos y las guía hasta posarlas en sus caderas. El preciado terciopelo desvela que está completamente desnuda y me pregunto cuánto tiempo lleva así, sin nada de ropa.
Pese a que no puedo verla siento cada uno de sus movimientos, cada vez que respira y hasta sus pestañeos. Al notar que se inclina sobre mí la ansiedad comienza a trepar desde mi vientre a mi garganta. Ella la atrapa con un beso.
Siento que floto, que acabo de perderme en un pedacito de paraíso. Pienso que no puede haber mejor premio a mi obediencia que aquel beso hasta que me abraza más abajo y acabo enterrado en lo más profundo de mi Diosa. Su interior es tan ardiente que no tardo en fundirme como la gelatina; me arranca un gemido y con él se me escapa el alma.
Soy suyo para siempre.