Bartolomeo era un tipo raro. Al menos eso era lo que decían en el vecindario. Llevaba toda su vida viviendo allí, a esas alturas peinaba canas, pero heredó la casa familiar siendo solo un chavalín. Era un caserón tan decrépito como él, de torreones roídos por el limo y, a fin de cuentas, demasiado grande para alguien que vivía solo. Pese a lo que pudiera parecer, él mismo se había labrado el título de “bicho raro” pues jamás se dejaba ver por el barrio; los vecinos sabían qué aspecto tenía porque de vez en cuando salía a podar las ramas secas que enredaban su jardín. Todos se preguntaban de dónde sacaba la comida o con qué se entretenía, ya que gracias a su herencia ni siquiera trabajaba. Pero sobre todo se preguntaban qué había pasado con la familia de Bartolomeo, porque era muy extraño que cinco personas desaparecieran sin dejar rastro el día de Navidad. Las circunstancias daban para muchas especulaciones y era normal que la curiosidad desviara miradas hacia la casa, o que algún que otro jovenzuelo se colase en la finca para fisgar. Aunque resultaba raro que sucediera en plena Noche Buena.
Tres jovencitos acababan de saltar la verja para colarse en la propiedad de Bartolomeo. Como no tenía perros, ni alarma de ninguna clase, consiguieron entrar en la casa por el respiradero del sótano.
—No deberíamos estar aquí —dijo el pelirrojo.
—¿Es que no quieres saber por qué todas las navidades se escucha fiesta en casa de Bartolomeo? —preguntó el moreno con orejas de soplillo.
—Nunca se ve entrar gente pero muchos juran que han visto sombras en las ventanas y oído voces en Navidad —añadió el tercero, un niño delgado como un palillo y unas paletas tan grandes como las de un ratoncito.
—Curiosidad sí que tengo… —reconoció el pelirrojo—. Lo que pasa es que si tardamos mucho se van a dar cuenta de que nos hemos escapado.
—¡Bah! La hermana Sor Dorotea se ha bebido media botella de anís, fijo que ahora mismo está roncando, como las demás… —dijo el ratoncito.
El pelirrojo alzó las cejas. En realidad su amigo llevaba razón, la mejor hora para escaquearse del orfanato era por la noche porque las monjas tenían el sueño pesado.
El de las orejas grandes alumbró las escaleras, que iban a dar a la cocina. Estaba desordenada, como si alguien hubiera pasado el día cocinando, la cruzaron con sigilo hasta llegar al salón. Allí había un árbol de Navidad con un montón de regalos bajo sus ramas, era algo peculiar ya que Bartolomeo vivía solo y nunca lo visitaba nadie. No obstante lo más insólito estaba en el comedor. No entraron porque no se atrevieron, se quedaron plantados bajo el arco de la puerta. Y eso que tampoco había nadie. ¿O sí? La mesa estaba decorada con motivos navideños, como cualquier mesa en Noche Buena; tampoco faltaban los platos repletos de comida, las botellas de vino o las bandejas del turrón. Parecía un comedor normal, salvo por los sacos que hacían de comensales. En torno a la mesa había cinco bultos sentados en sus correspondientes sillas y apoyados sobre los platos, todavía vacíos. En realidad no eran sacos sino mantas que envolvían algo muy grande.
De repente sintieron unos pasos y los niños corrieron a esconderse.
Bartolomeo apareció en el comedor, cargando un libro enorme que dejó sobre la mesa. Se sentó, abrió el libro -cuyas páginas crujían como hojas secas- y empezó a leer en voz alta. Ninguno entendió lo que decía porque recitaba en latín. Cuando terminó el cántico, se escuchó un bostezo. Un bostezo que no había salido de Bartolomeo sino de una de las mantas, que de repente se había enderezado sobre su asiento.
Lo siguiente que se escuchó fueron los gritos de los niños, que salieron despavoridos, ante el desconcierto de Bartolomeo. El hombre corrió al salón con la intención de detenerlos antes de que escaparan. Cazó al que parecía un ratoncito pero el niño tiró del abrigo y en un santiamén se coló por la puerta de la cocina, seguido del de las orejas de soplillo. El pelirrojo fue el último en cruzar la habitación, pero no llegó muy lejos porque pisó el cordón desatado de su zapatilla y se dio de bruces contra el árbol. Se le cayó el abeto encima y acabó enterrado por bolas de navidad y espumillón.
El pelirrojo escarbó entre las ramas, angustiado por salir, y lo primero que vio cuando consiguió abrir un hueco fue el ceño fruncido de Bartolomeo, que lo miraba desde arriba. Fue lo último que vio porque de seguido, el niño pelirrojo, se desmayó.
—Parece que ya vuelve en sí.
El niño escuchó una voz muy extraña cuando recobraba el sentido. Era una voz grave, quejumbrosa en realidad. Abrió los ojos, que alcanzaron la categoría de platos en cuanto vio a las criaturas que lo rodeaban. Ya no estaba en el suelo, lo habían recostado sobre el sofá, pero pese a los cojines y la manta que lo abrigaba, no pudo evitar temblar de pies a cabeza.
—Tranquilo, jovencito, no vamos a comerte —dijo un hombre de piel gris, aunque lo cierto era que le quedaban pocos retazos sobre la cara apergaminada. Al menos conservaba un poco de barba con la que disimular los agujeros. Tras él, los rostros resecos de lo que parecían una mujer, una anciana y dos niños lo miraban con todo el entusiasmo que podían transmitir los rostros de unos difuntos. Bartolomeo también estaba con ellos, algo más atrás, entero y, lo más importante, vivo.
—¡Madre mía! ¡Sois zombis! —exclamó el niño.
—Bueno… técnicamente estamos muertos, así que supongo que lo somos —dijo el zombi de la barba.
—¿Quiénes sois? —preguntó el niño.
Los cinco zombis se volvieron para mirar a Bartolomeo, con cierta tristeza en sus rostros desgastados.
—Son mi familia… —dijo Bartolomeo.
—Entonces los rumores son ciertos —dijo el pelirrojo, temblando—. Tú los mataste a todos.
—¡Qué cosas tiene este niño! —exclamó la mujer con voz reseca.
—Yo jamás habría hecho algo así —dijo Bartolomeo—. La desgracia sucedió hace cincuenta años, cuando regresaba a casa para la cena de Noche Buena. Mi familia se había asfixiado por culpa de un escape de gas, los encontré a todos muertos y decidí que lo mejor era guardarlo en secreto, sobre todo porque tenía mi libro… Es la herencia más valiosa de mi familia. Con él puedo devolverlos a la vida una vez al año, siempre en Navidad, el mismo día que murieron… Por favor, debes guardar mi secreto —rogó Bartolomeo—. Es la única forma que tengo de volver a ver a mi familia.
Poco a poco, sin salir todavía de su asombro, el pelirrojo asintió.
—Y tú deberías volver a casa, jovencito, ya es de día y seguro que te estarán echando de menos —dijo el zombi de la barba.
—En realidad no tengo familia, ni siquiera de zombis —dijo cabizbajo—. Vivo en el orfanato…
—En ese caso quizás te gustaría comer con nosotros. Hay comida de sobra y comemos poco porque el estómago no nos funciona muy bien —dijo la madre de Bartolomeo.
Los cachetes pecosos se inflaron cuando el niño sonrió. Asintió, aceptando la invitación. Aquella Navidad prometía ser muy especial.
—Estupendo, este año seremos uno más. ¡Feliz Navidad, hijo! —exclamó la abuela con una gran sonrisa. Fue una sonrisa un poco rara, porque la abuela no tenía ojos.
***
Nota para los lectores: Este relato forma parte de un ejercicio colectivo de Adictos a la Escritura. Si quieres leer más relatos como este de otros autores, no dejes de visitarnos.