Cuando Sevilla florece lo adorna todo de azahar: las plazas, los parques, la puerta de mi casa, el camino que recorro cada día. Huele a primavera. Es un olor que me trae a la memoria mi infancia y me lleva a la Casa Naranja, junto a las vías del tren. Hoy no queda nada de eso; ni hay Casa Naranja, ni vías, ni trenes porque la ciudad, hambrienta incansable, lo devoró todo con asfalto y bloques de cemento. Sin embargo el recuerdo persiste, de cuando me acercaba a las vías a escondidas y me subía a los raíles para poner a prueba mi equilibrio, de la llamada de mi tía a la hora de la merienda, que siempre me esperaba con unas onzas de chocolate y un poco de pan, de los correteos y juegos entre flores de azahar, allá en el patio de la Casa Naranja, que estaba junto a las vías.
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